13.1.05

MEDICO DE MI MISMA

Experiencia de Franca Emaldi Rvenna
publicada en El Nuovo Rinascimento nº127 de Septiembre de 1992

Traducida por: Alessandro Cattani
Revisión: Celia Prades


Si miro atrás, me doy cuenta que he estado muchas veces cerca de la muerte. Sin embargo mi determinación de vivir siempre ganó. Nacida de un embarazo de riesgo con cesárea, salí del hospital después de tres meses, dado que tenía una insuficiencia pulmonar.


A los seis meses me diagnosticaron una displacía congénita en la pierna izquierda con la cabeza del femor desplazada; empecé a caminar a los tres años, era una niñíta de apenas trece kilos, pero fuerte como un toro.
A los cinco años, tuve un gravísimo accidente de transito en el cual mi padre, que yo quería muchísimo, perdió la vida. Mi adolescencia transcurrió en la búsqueda de un padre que no había regresado nunca, rechazando una madre, a quien yo no quería en lo más mínimo, y corriendo hacia mis abuelos que me consentían en manera extrema.

A los 22 años partí con una beca estudiantil rumbo a Ginebra, y regresé con mi grado en medicina. Sola, sin mis viejos amigos, acepté casarme con un muchacho que conocí nueve años atrás sin estar convencida, solo porque parecía la honesta conclusión de nuestra historia. Pero pronto empezaron las deudas, las palizas, mi lucha para ser más atractiva que una mesa de juego y, luego también heroína.

A la edad de 27 años, tuve otro accidente de tránsito, en el cual perdí la niña que estaba esperando y que representaba todas mis esperanzas; quedé en estado de coma por cincuenta y tres días y, cuando desperté, era un esqueleto de diecinueve kilos, no hablaba, no caminaba, no reconocía ni siquiera a mis familiares. Al salir del hospital, tuve que ir a casa de mi primo, dado que mi esposo no podía perder tiempo y dinero en mis curas.

Después de aquel accidente me reconocieron una invalidez del 100% por las lesiones sufridas, pero mi determinación me llevó de todas manera a conducir una vida normal. Me retiré del trabajo rechazando la jubilación anticipada, volví a empezar los estudios, gané un concurso y empecé a trabajar como investigadora y docente en el Instituto de Bioquímica y Genética Aplicada en la Universidad de Ferrara en donde había estudiado años atrás. Introduje los recaudos para la separación de mi esposo: fue una pelea con exámenes psiquiátricos que volvió a abrir viejas heridas. Las difíciles pruebas que había tenido que superar habían endurecido mi carácter al punto que mis amigos y colegas me adjudicaron el sobrenombre de "bloque de hielo".

No podía definir mi vida como un camino suave: huérfana de padre, con un matrimonio fracasado, una madre afectada por el mal de Párkinson que, no obstante los barbitúricos y los tranquilizantes, creaba situaciones que me producían tanta vergüenza como para desear su muerte. Me había dedicado totalmente al trabajo pero, por debajo de mi armadura de mujer fuerte y auto suficiente, sufría muchísimo por el vacío que yo voluntariamente había creado a mi alrededor.

Me hablaron de este Budismo a finales de 1988, en dos ocasiones, en ambientes y por personas muy diferentes y nunca conocidas antes y el 12 de Mayo participé en mi primera reunión. La vez siguiente mi joven encargado me regaló el primer Sutra. Después de veinte días descubrí que él era camionero. Yo odiaba todos los camioneros a causa de los accidentes que había tenido en pasado y sin embargo, hacia él sentía amor y odio. Fue aquella la primera ocasión en que pude comprobar el poder del Gojonzon: cuando supe de su trabajo, la misma noche entoné seis horas de Daimoku porque, aunque por un lado me sentía como traicionada, por el otro sentía hacia él muchísimo agradecimiento. La mañana siguiente, todo lo que quedaba era un gran deseo de encontrarlo y agradecerle. Sentía que me había liberado de una parte de mi pasado.
Los beneficios logrados desde el principio han sido muchos: he abierto un consultorio de nutrición infantil, tengo muchas ocasiones de participar en charlas internacionales para mis estudios de genética, he fortalecido y creado nuevas amistades y, no obstante haber decidido no enamorarme nunca, encontré un hombre que comparte conmigo mis metas de vida y de fe. Estaba muy satisfecha de lo que había conquistado y ya no me sentía tan solo una "maquina-trabajo".

En febrero de 1990 unos síntomas de cansancio, apatía y desmayos me presentaban el fantasma inexorable de alguna enfermedad. En marzo la situación se derrumbó. Me hice una revisión completa y el resultado fue: leucemia aguda promielocitaria.

Me asaltaron muchas dudas, me preguntaba en donde se había ido la fortuna acumulada en dos años de practica budista, y si mi karma negativo sería de verdad inmutable. Las bases de todas mis certezas se derrumbaron en un instante, quedaban solo rencor y desprecio hacia mi cuerpo que era demasiado frágil respecto a mi voluntad y mucho, mucho miedo a morir. Todos los planes y las esperanzas del futuro se estrellaban inexorablemente en contra de la infausta prognosis, según la cual, en la mejor de las perspectivas, me quedaban apenas seis meses de vida, con profundos sufrimientos. Rechacé de manera absoluta la hospitalización, huía de la idea que alguien tuviese lastima por mi. Mis esfuerzos estaban todos concentrados en esconder la enfermedad que, de manera siempre más evidente, continuaba su camino.

Mi mamá, con quien yo intentaba mantener el máximo secreto, vivía en el terror de contradecirme, a cada cariño suyo yo reaccionaba de mala manera y la expulsaba de mi casa. Sin embargo, igualmente la sentía llorar, porque vivíamos en dos quintas contiguas, y ello aumentaba mi rabia.
En la noche recibía a mi compañero después de tres horas de Daimoku, perfectamente escondida detrás de un maquillaje impecable... vivía la enfermedad como una vergüenza, me sentía inútil, me despreciaba a mi misma.

Pasaba muy a menudo que no lograba ir al trabajo y esto me creaba una angustia tremenda; me encerraba en mi casa, entonaba Daimoku, lloraba. Luego, desesperada y sin voz estudiaba las escrituras del Daishonin y del Presidente Ikeda, con cada uno de estos medios intentaba despertar el Estado de Buda dentro de mi, pero era una lucha contínua: era difícil creer que en aquel cuerpo, que se reflejaba tan destruido en el espejo, estuviera la Budeidad.

Me puse en contacto con una clínica de París y empecé a preparar un eventual transplante de médula, aunque las esperanzas eran casi nulas y los problemas muchísimos. Transcurría mis días entre transfusiones y sueros en cuyo efecto no tenía la mínima confianza.
Allí en mi cama, los datos a la mano, entonaba Daimoku resignada a que el único beneficio que podría lograr era no causar dolor a nadie. Me esforzaba en convencer a las personas más cercanas que mi color verde, tan feo, era solo el efecto del verano y del estress. Intentaba conducir una vida casi normal: volví al trabajo, pero muy pronto la mascara no me protegía más y dejé de salir. Cuando mi responsable me preguntó si pensaba que podría participar en el curso de verano que se iba a realizar dentro de cuatro días o si prefería renunciar a ir, me sentí atrapada y caí en la desesperación más absoluta: mi comedia no había servido para nada. Todos sabían cual era mi futuro. Y quizás sabían también cuanto la muerte me asustaba o cuan débil e incierta era mi fe.

En un solo instante percibí todo el Daimoku que mis amigos recitaban por mí: decidí que debía participar en el curso de verano, que debía pedir una orientación a alguien, y que de todas maneras debía enfrentar la enfermedad con dignidad, nadie debía recordarme como una persona cobarde. El tercer día de curso hablé de mi problema con la responsable nacional de la División de Damas. Todavía están impresas en mi mente sus palabras: «Estás sufriendo de una grave enfermedad, porque tu no amas la vida. Vete al Gojonzon y pide disculpas por haber faltado el respeto a ti misma y determina al usar todos tus próximos días para kosen-rufu». Me aconsejó estudiar bien una escritura del Daishonin: La prueba del Sutra del Loto y de regar mi cuerpo con Nam-Miojo-Rengue-Kio, de hacerlo correr de la cabeza hasta los pies, inclusive a la sangre.
Apenas regresé a Ravenna me esforcé en poner en practica el consejo recibido. Era durísimo entonar Daimoku para una vida en la cual no tenía más esperanza. Delante de la pared de mi cuarto he llorado, he gritado de rabia, pero las palabras de Nichiren Daishonin: «Ahora que parece seguro lograr la Budeidad, el demonio de Sexto Cielo y otros demonios están tratando de utilizar la enfermedad para asustarte», me inyectaron coraje; mi orgullo poco a poco se transformaba en determinación, me desafiaba en aumentar el Daimoku.

En aquel período también el trabajo no me daba satisfacción, estaba preparando una investigación para un congreso en Ginebra, pero entendía que era superficial y decididamente incompleta. Decidí llevar a su término mis investigaciones acerca de las influencias ambientales sobre las miopías congénitas en los morochos, porque no quería dejar nada en el aire.
Hacía particularmente Gonguio en la mañana para levantar mi fuerza vital y cada noche agradecía al Gojonzon para mis días "casi normales" con la seguridad que Nam-Miojo-Rengue-Kio habría brotado adentro de mi.

Una mañana de junio estaba sola en el laboratorio cuando llegaron dos pedidos de mapas cromosómicos para dos niños afectados de leucemia. Haciendo mi mapa cromosómico descubrí que en el cromosoma 5 se había producido una inversión mutante en correspondencia al gene Myc-1 60.
Por primera vez después de tanto tiempo saqué coraje: cuando se conoce el enemigo es más fácil enfrentarlo. Muy confiadamente empecé una terapia con "Etretinato 1000" (un compuesto sintético de retinolo: vitamina A), y en casi siete días encontré mi dosis óptima. Fue un período bellísimo, me di cuenta del cambio de muchos de mis aspectos negativos y empecé a comunicarme con mi mamá que vino a vivir conmigo. El 3 de agosto determiné hacer siete horas de Daimoku hasta la curación total.

Al regreso de una vacación en Córcega volví a empezar la actividad en mi grupo, sentía que tenía que agradecer a todos aquellos queridos amigos por su apoyo. Le expliqué a mi mamá (que había tenido la certeza de mi enfermedad curioseando en mi escritorio durante mi ausencia), que había definitivamente abrazado la práctica Budista y que el Gojonzon había venido a vivir con nosotros. Era la primera vez que le confiaba mis proyectos; su cara se iluminó de felicidad como si ella fuera madre solo en aquel momento..
El 15 de octubre de 1990 decidí que había llegado el momento de controlar mi curación, por pura formalidad: mi DNA, pura manteniendo la inversión al gene Myc-1 60, estaba compensado y funcionaba según la única verdadera Ley universal de Nam-Miojo-Rengue-Kio. Los datos bioquímicos hablaban claro: había ocurrido una remisión total. Siete horas de Daimoku y siete dosis de "Etretinato 1000" habían sido la terapia ideal diaria.

Telefoneé a París y anulé la reservación en la clínica en donde tenía que hacer el transplante, dado que tenía una cita no prorrogable, dos día después, el 6 de noviembre, con mi Gojonzon.
Mi madre hoy es una persona nueva, gradualmente le he suspendido todas las medicinas. Ahora es muy serena, muchas personas tienen dificultad en reconocerla. Ella, que se perdía saliendo de la casa ahora es mi "secretaria", no se olvida ni siquiera de una llamada telefónica. Quizás el mal de Párkinson en su mente no es ya ni siquiera un recuerdo.

El trabajo me ha dado muchas satisfacciones: he entrado en el grupo de investigadores del Instituto Nacional de Bioquímica de Milán, y me han sido confiadas colaboraciones con el Centro Internacional de Sanidad en Ginebra - aún con aquella investigación "así incompleta" sobre la miopía de los morochos - en donde he participado en un equipo de estudio sobre las leucemias. No había nunca amado el contacto con los pacientes, que para mi representaban solo carpetas para meter en el archivador, luego he descubierto que mi rol es también aquello de darle coraje a no temer a la enfermedad, a superar el miedo de estar siempre peor.

Así he empezado a colaborar con dos asociaciones de voluntarios que se ocupaban de niños afectados por graves enfermedades: distrofia muscular y leucemia. El tiempo para dedicárselo a esta actividad era muy poco, por lo tanto he escogido la pre-jubilación manteniendo una actividad a medio tiempo, porque así puedo estar más cerca de los niños y de sus padres; aunque sea grande el dolor y el miedo en estos casos, lo conozco bien y mi misión es hacerles descubrir el enorme potencial que cada vida encierra. El miedo es humano pero yo se que es humano también el Daimoku que puede ganarle.